#FICValdivia: ¡Caigan las rosas blancas!

14.10.2025

por Nathalia Olivares

Con ¡Caigan las rosas blancas!, Albertina Carri reafirma su posición como una de las cineastas más provocadoras y libres del cine latinoamericano. Estrenada en la competencia Big Screen del Festival de Rotterdam y elegida como película de apertura del FICValdivia, esta obra funciona como una extensión y a la vez una ruptura respecto a Las hijas del fuego (2018). Si aquella proponía un viaje erótico hacia el sur, aquí el rumbo se invierte: del frío patagónico al calor del norte, de la euforia pornográfica al desencanto artístico, del deseo como impulso al deseo como búsqueda.

La protagonista, Violeta (Carolina Alamino), es una directora en crisis que huye del set de una película porno comercial. Lo que sigue es una fuga física y mental hacia el desborde. Carri filma ese escape como una espiral de autodescubrimiento donde la creación y el deseo se confunden, y donde la cámara —como el cuerpo— se vuelve territorio de liberación. Lo que comienza como una sátira de la industria audiovisual termina derivando en una road movie psico-sensual, en la que la fantasía y el delirio sustituyen cualquier lógica narrativa.

El film abraza la heterogeneidad formal: del digital saturado al Super 8, del musical paródico al registro casi documental. Este tránsito de lenguajes no es una excentricidad, sino un gesto de resistencia ante las convenciones. Carri destruye los códigos del cine industrial y los reconfigura desde la materialidad de lo precario. Cuando las protagonistas pierden sus cámaras, sus baterías y sus GPS, el regreso a la imagen analógica se vuelve metáfora de un retorno a lo esencial: el cine como experiencia corporal y artesanal.

En este sentido, ¡Caigan las rosas blancas! funciona como un manifiesto estético y político. Carri propone una forma de cine femenino no domesticado, donde el placer, la rabia y la imaginación se entrelazan. Los cuerpos no son objetos de deseo, sino sujetos de acción. La cámara no observa: participa, vibra, respira. La sensualidad es también discurso, y la risa, una forma de subversión.

Visualmente, la película es un festín de texturas: la luz tropical, los colores saturados, los cortes abruptos, el grano del celuloide y las coreografías delirantes componen un universo tan vital como indómito. La fotografía de Sol Lopatín y Wilssa Esser capta el tránsito de la carne al paisaje con un lirismo sucio y orgánico. Hay ecos del cine experimental de los 70, pero también una pulsión punk que impide cualquier comodidad estética.

Las actuaciones —sobre todo la de Alamino y el grupo coral que la acompaña— se mueven entre la performance, la improvisación y el ritual. Cada escena parece una invocación al deseo y a la locura. Como en Las hijas del fuego, Carri filma la amistad femenina como una conspiración contra el orden patriarcal y la represión del placer. Pero aquí el tono es más melancólico, más introspectivo: la libertad se conquista, pero también se erosiona.

El montaje de Lautaro Colace articula la película como un flujo de conciencia, un viaje donde los límites entre sueño y realidad se diluyen. Los saltos temporales, las repeticiones y los fragmentos musicales construyen un relato circular, como si el camino nunca terminara. La banda sonora, a medio camino entre el pop kitsch y el trance místico, refuerza esa sensación de deriva continua.

Más allá de su estructura, ¡Caigan las rosas blancas! puede leerse como una autobiografía encubierta. Carri proyecta en Violeta su propio agotamiento frente al sistema cinematográfico, su rechazo a la domesticación institucional y su necesidad de reinventar la mirada. En cada plano late una tensión entre la creación y la destrucción, entre el amor y la rabia, entre la utopía y el desencanto.

En su tramo final, la película alcanza momentos de un lirismo extremo: los cuerpos flotando en la selva, las risas que se disuelven en el aire, el ritual de las rosas blancas cayendo sobre el agua. Es el punto donde el viaje físico se convierte en una experiencia espiritual, donde el cine deja de narrar para sentir.

¡Caigan las rosas blancas! confirma que Albertina Carri sigue haciendo del cine un acto de resistencia, un espacio donde el deseo es revolución y la imagen, un cuerpo que late. Es una obra furiosa, libre y profundamente viva: una película que no pide permiso, que se atreve a perderse para volver a encontrarse.